En las trincheras.
La primera vez que llegué a Malvinas, el día fue horrendo. Las gotas de la llovizna parecían agujas heladas clavándose en mi piel, en mi cara y en mis manos. Me dolía el corazón. Temblaba más de miedo que de frío. No sabía que iba a depararme esa estadía, pero no se me ocurría nada bueno.
Un grupo de cadetes como yo, había arribado ese mismo día, y estábamos todos iguales. Muertos de miedo, muertos de frío, muertos de incertidumbre. Cumplí los dieciocho meses atrás, pero me sentía con dieciséis otra vez, y era uno de los pocos que tenía esa edad. Los demás rondaban los veinte para arriba. No sabia que pensar.
La primera noche fue la peor. Estaba cagado de miedo. No podía dormir. Me dolía el corazón y respirar significaba sentir dolor. Extrañaba mi vida antes de esa mañana. Mi vida antes de los dieciocho.
***
Cuando la primera explosión me inundó los oídos, todo el mundo dio un vuelco. El miedo me invadió el pecho y no podía reaccionar. Nos habían atacado, y teníamos que responder. Los gritos llenaron el aire, mis compañeros y superiores iban y venían de un lado para otro. Gritaban, insultaban y algunos lloraban. Mis piernas se habían vuelto de cemento.
Armas, gritos y bombas.
Había heridos. Y unos minutos después, muertos.
Había muertos. Una carpa entera incendiada.
Armas, gritos y polvo.
Fuego, y humo. Mucho humo.
Quería volver a casa.
Armas, gritos y alerta roja.
Me preguntaba cómo había ido a parar ahí.
"Gloria y patria" me había dicho mi viejo. "Gloria y patria" repetí mientras me armaba de valor para salir de mi trace.
Más gritos. Más humo. Más heridos. Más muertos.
***
Los días parecían tener el doble de horas, las semanas eran años enteros. El frío cada vez era peor. Me perforaba cualquier prenda que llevara, aun cuando llevara todas las que podía. Más de tres, más de seis, siempre tenía frío.
Atacaban y respondíamos.
Caímos, y ellos caían.
Había heridos, tenían heridos.
Tenían bombas, muchas. Odio los explosivos. los proyectiles. Los odio.
Teníamos que decir "aquí estamos, y no nos movemos". Teníamos que responder. Hacerles saber que íbamos a defender lo nuestro. Nuestra vida. Nuestras cosas. Nuestras tierras.
Pero la cosa no era fácil, y parecía no tener fin. Nunca parecía tener fin.
Había perdido la noción de muchas cosas; de los hombres caídos, de los explosivos lanzados, de los gritos a media voz, de las balas gastadas, de las granadas, de las armas perdidas. De las lágrimas derramadas. De la sangre que había visto. De los brazos que había visto volar.
Lo único que, aunque sea unos minutos al día, volvía ameno el vivir ahí, era la sonrisa de Damiano. Alto, morocho, con dentadura perfecta; dientes blancos alineados y hermosos. Cada que sonreía se le formaban hoyuelos, achicaba los ojos e iluminaba mi vida. Quería verlo reír, sacarlo de ahí y que me contara cualquier cosa de su pasado, de lo que lo hacía feliz antes. Quería verlo, aunque sea unos momentos, sin toda esa ropa verde, pesada y sucia. Ya lo había visto desnudo, y era... algo que simplemente me descolocó. Piernas entrenadas y buen culo, espalda ancha pese a ser alguien delgado, y brazos fuertes. Muy fuertes. Y me encantaba. Me calentaba y me encantaba.
Pero no podía bajar la guardia y querer verlo así siempre. Tenía que resistir.
***
La primera baja que le di a nuestro pelotón, fue cuando hacíamos un reconocimiento. Nos separamos del grupo, éramos tres. Teníamos que adentrarnos en una zona y buscar. Lo que sea, cualquier cosa iba a servir; comida, prendas, armas, alguna radio. Cualquier cosa. La cosa no pintaba bien y no sabíamos qué hacer.
Llegamos a una zona donde el suelo estaba blando, en Malvinas parecía llover todo el tiempo, como si el mismo Dios estuviese llorando sobre aquellas islas manchadas de sangre.
Seguimos sigilosos hasta toparnos con una casa. Era chiquita, estaba vieja y abandonada. O eso pensamos. Apenas pusimos un pie, hubo un disparo. Rogué que no fuera Damiano, y cuando sus ojos se cruzaron con los míos comprendí que todo pendía de un hilo.
Vi al inglés en el piso. Se agarraba una pierna y la sangre manchaba el piso a su alrededor. Lloraba. Lloraba y soltaba palabras que no entendía. Nunca entendía una mierda. No pensé mucho, alce el arma y, mientras sus ojos azules, completamente cristalizados y rojos de tanto llorar, se cruzaron con los míos, dispare. Dispare y dispare.
estaba enojado. Estaba asustado. Quería que todo terminara. Quería irme a casa con mis viejos, con mis tíos, con mis primos. Quería irme con Damiano. Pero... me seria algo que me atormentaba, irme por cagon. Bajarme por miedo.
Los ojos azules de aquel inglés, llorosos y rojos, me siguieron por noches enteras.
***
Había días enteros en donde la pasamos dentro de las trincheras. Con frío. Con hambre. Con miedo. Todo estaba en la mierda. Todo era una reverenda mierda.
***
Quizás fueron los días, las semanas o los meses. Quizás fueron los segundos, los minutos o las horas enteras en las que pasamos en la misma trinchera. Quizás fueron las noches en las que buscábamos calor, o los días en donde nos contábamos anécdotas para intentar olvidar a los caídos en el batallón. Quizás, solo quizás, fue obra natural. Un deseo y una atracción mutua. Algo que siempre estuvo ahí, para mi, para los dos, algo que teníamos que compartir.
***
Perderte me nubló la visión. Sentí como si la explosión que te llevo fuera directamente sobre mi pecho. Me dolía la cabeza, las manos me temblaban y solo... solo quería llorar en paz. Sin disparos que el aire, sin palabras enemigas que no comprendía, sin que alguien, quien sea, me estuviera zarandeando para recomponerme. Y nunca pude.
Recomponerme, digo.
Nunca pude irme de ese día.
De esas noches abrazos en las trincheras.
De los días en los que solo quería estar cerca de tu sonrisa.
De tus labios.
De tus besos y tu voz.
De tu cuerpo desnudo.
De tus manos callosas que buscaban mi pantalón.
De todas esas noches llenas de promesas que sabíamos que no íbamos a poder cumplir.
Del primer día que pise Malvinas y del primer amor de mi vida.
Comentarios
Publicar un comentario